martes, enero 15, 2008

DIVINOS ATARDECERES...

Atardecer

Atardece de nuevo y un día más
ciudades diferentes
nos enseñan sucesivos ocasos.

Mañana volveremos a encontrarnos,
pero hoy, ¿cómo hablarte
de las horas que vendrán
y otra vez no serán nuestras?

Está tendido el horizonte y la penumbra se despliega.
Dentro de poco llegará el momento en que todo se detiene
y cada cual,por su cuenta, cierra los ojos y muerde los labios.

Con todo, ¿dejaremos que esto sea algo amargo y terrible,
que el resto pierda su dulzura
como un durazno al caer y pudrirse en el suelo?

Asuntos que el atardecer diluye para así llenar su copa
o abrir una segunda luz, un camino,
capaz de orientarnos hacia la irisación de otra mañana.

Juan Ramón Mansilla











El Ruido del Mar


Hay un tejido, una red luminosa
que tiembla en la arena, por abajo del agua.
Se ve a través del verde transparente
como una temblorosa trama.

Cuando la ola rompe su espuma
quedan burbujas sueltas,

chiquitas sobre la piel del agua:
brillan intensa, nítidamente
en seguida se apagan.


Por la suave curva de las olas
sobre su lento avance
sobre su amplio movimiento seguro

la luz resbala.
Se deslizan los resplandores
por los movedizos toboganes del agua.

Ruido del mar, qué golpe derramado
qué entreverada voz y qué sonido
tan confuso y oscuro

cuando todo en derredor está tan claro.

Todos los límites
firmes y recortados
todo con su color tan decidido
los colores tocándose
uno al lado del otro, sin mezclarse.

Y parece que cada uno:
limpio y liso azul, rojo tejado
diera un sonido puro e inaudible
y todos un acorde fuerte y claro.
Pero el ruido del mar no se comprende,
se desploma continuamente, insiste
una y otra vez, con un cansancio

con una voz borrosa y desgranada...

Y no se sabe
qué es qué quiere o qué pide
el turbio ruido oscuro
cuando todo en derredor está tan claro.

Circe Maia



Ayer, al anochecer


Las sombras descendían, los pájaros callaban,
la luna desplegaba su nacarado olán.
La noche era de oro, los astros nos miraban
y el viento nos traía la esencia del galán.


El cielo azul tenía cambiantes de topacio,
la tierra oscura cabello de bálsamo sutil;
tus ojos más destellos que todo aquel espacio,
tu juventud más ámbar que todo aquel abril.


Aquella era la hora solemne en que me inspiro,
en que del alma brota el cántico nupcial,
el cántico inefable del beso y del suspiro,
el cántico más dulce, del idilio triunfal.


De súbito atraído quizá por una estrella,
volviste al éter puro tu rostro soñador…
Y dije a los luceros: “¡verted el cielo en ella!”
y dije a tus pupilas: “¡verted en mí el amor!”


Victor Hugo -
Versión de Salvador Díaz Mirón